“Hoy nos toca comer”. Fueron las palabras más lindas que me dijo mi mamá ese día. Después de una semana de mate cocido, íbamos sentir la panza llena otra vez. Sabes qué lindo es tener esa sonrisa que viene después del primer bocado. “Hoy nos toca comer”, les juro que no puede haber nada más lindo que eso.

Nos pusimos nuestras mejores prendas. Sofía, mi hermana más chica, eligió su pantalón rosa con pitucones blancos y se recogió el pelo con unas cintas rojas que había encontrado el día anterior durante nuestras “salidas familiares”, como papá llama a nuestras largas caminatas en busca de cartones y metales para vender después. A veces, tengo la suerte de encontrar libros y los guardo para cuando vuelva a la escuela.

Decidí ponerme una camiseta con los colores del “bicho”, el equipo de fútbol que amo. Tomé mi balón y lo llevé conmigo, consciente de que sería una excelente manera de entretenernos con los pibes, mientras aguardamos con paciencia nuestro turno para recibir la comida. Tenía ganas de saborear un delicioso plato de pollo con arroz. Doña María, una vecina del barrio, era famosa por su habilidad para preparar el guiso más delicioso que jamás hubiéramos probado. Según mamá, ella añadía ingredientes especiales que le daban un sabor único, pero para mí, el ingrediente secreto era el amor con el que cocinaba. Carlitos, mi amigo de catecismo, es vecino de Doña María y dice que la mujer se levanta a las 3 de la mañana para pelar las papas, preparar los platos y los vasos y ordenar las mesas. Tal vez por eso nunca se cambia de ropa, siempre está ocupada y no tiene tiempo para esas pavadas.

“Hoy nos toca comer” Ni los pies descalzos ni las zapatillas con agujeros eran excusas para detenernos. Teníamos diez o quince cuadras de barro y piedras hasta llegar al barrio San Juan. Allí se alzaba una casita pintada de colores vivos, con ventanales gigantes que dejaban ver la calidez que había dentro. Un hombre con barba y pantalones marrones nos asignaba un número a cada uno y nos dirigía hacia la fila, que parecía interminable, con dos cuadras de personas esperando pacientemente su turno. Sabía que estábamos cerca cuando veíamos desde lejos las relucientes cacerolas y los grandes cucharones plateados. El aroma del humo de leña y el sonido de los dientes masticando.

Siempre hay música, risas, abrazos y mucho baile. Mamá suele decir que aquel lugar es como un pedacito de cielo en la tierra, donde todos se reúnen sin importar sus diferencias. Allí no importa la cantidad de cosas que tengas, tu condición social, tu religión o tu apellido. El tiempo se detiene y todo dura más. Papá una vez me dijo que se puede ser eterno si nos miran con amor. Como la mirada de Doña María cuando nos dice: “buen provecho”.

Sé que los niños del barrio de enfrente son diferentes a mí. Son reservados, casi nunca saludan y siempre parecen estar serios. Mamá me cuenta historias sorprendentes sobre ellos. Por ejemplo, que disfrutan de hasta cuatro o cinco comidas al día. Que poseen una cantidad enorme de juguetes guardados en un cajón, pero rara vez los utilizan.

Además, cuentan con una señora que se encarga de limpiarles la casa, cocinarles y lavarles la ropa. Y lo más sorprendente es que cuando piden tres deseos, siempre se les cumplen. Y asisten a una escuela donde todos visten trajes idénticos. Los profesores llegan volando como Superman y siempre están felices. Mamá cuenta que si no se ríen el dueño del colegio les quita una parte de su sueldo, por eso siempre tiene una sonrisa dibujada en la cara.

Cuando hace calor, tienen un aparato que les proporciona frescura instantánea, y si hace mucho frío, pueden estar en remera y cómodos, porque con solo activar el dispositivo, el aparato emite aire caliente de manera mágica. «Es cosa e´ Mandinga”

Mamá también me juró que tienen la libertad de comer las golosinas que desean y que si se enferman, no tienen que esperar largas horas para recibir atención médica, se curan enseguida. Yo sé que mi mamá me miente para que yo crea que hay otro mundo posible, un mundo de oportunidades. Pero ya soy lo bastante mayor como para creer en fantasías y cuentos de hadas.

Creo que esos niños están tristes todo el tiempo y no disfrutan de la vida como lo hacemos nosotros. Seguramente se habrán portado muy mal, porque sus papás nunca los dejan venir a jugar a nuestro barrio.

Esos niños ricos, no saben lo que se pierden.

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